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Panegírico para quien lo lea.

  • Foto del escritor: Sara Hdez García
    Sara Hdez García
  • 27 feb 2019
  • 2 Min. de lectura

Antes que nada: lo siento, he tenido que matarte para poder escribirte esto.


He de hablar sobre ti, sobre tu vida, sobre cosas que de verdad piense. Podría decir que fuiste una excelente madre, un marido estupendo, la mejor mascota, el hijo soñado, la mujer perfecta. Pero no fuiste nada de eso. Tú fuiste tú, sin etiquetas, con tus peculiaridades y tus curiosos trastornos mentales, que ayudaban a la gente que te rodeaba a sentirse verdaderamente cuerdos. Fuiste el Diógenes de la era moderna. Mejor que la penicilina. No tan bueno como el cubata en vaso obrero.


Recuerdo la vez que caminábamos juntos a escondidas saltando sobre placas de hielo y al resbalar con tu pelo y quebrar el suelo: te hundiste. Porque eso es lo que suele pasar cuando juegas con hielo. Pero no moriste ahí, porque yo estaba para ayudarte a salir.

Moriste el día que dejé de estar, el día que dejé de creer en ti, el día que dejaste de ser real, el día que me rendí. Moriste cuando yo quise matarte. Y ahora siento que te voy a echar terriblemente de menos.


El mundo no va a saber estar sin ti y, probablemente, en una semana todo colapse: caerá la bolsa, los gobiernos se desintegrarán, la gente se lanzará al mar y los animales se autodestruirán. O eso, es lo que me gustaría que pasara, porque me daría mucha rabia que después de haberte matado todo siga igual.


No quiero despertar y que el que no estés se haga rutina, no quiero que caigas en recuerdo, no quiero que dejes de ser, a pesar de ya no estar siendo. No quiero haberte matado y tampoco quiero seguir escribiendo esto, porque da mala suerte hablar así de gente que todavía no ha muerto.

 
 
 

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