- Sara Hdez GarcÃa
- 6 may 2019
- 1 Min. de lectura
Dedicado al domador de la indomable.
HacÃa horas que el tiempo se habÃa encaprichado con avanzar de forma lenta y cautelosa, siguiendo el compás de las lágrimas filtrándose por vÃa intravenosa, a través de los cientos de tubos que hacÃan de ti todavÃa un hombre.
Tu cuerpo,
congelado,
habÃa sido envuelto con un edredón color rojo (herida cubierta de sangre)
que destacaba de forma violenta en la desabrida habitación.
Su cuerpo,
caliente,
recostado a tu derecha.
Mortal. Vulnerable. Diminuto.
Igual que cuando dormÃais juntos en esa enorme cama de matrimonio, en la que su tÃmido metro sesenta de altura te hacia parecer un gigante.
Fugaz. Inmortal. CaÃdo.

Ahora sus manos se cuelan, no solo bajo el pesado edredón, sino también bajo las frÃas sábanas blancas, y te acaricia el rostro y pasa las yemas de sus dedos por el corte de tu nariz. Su cabeza se filtra bajo ese desastre y te susurra palabras sordas que suenan como un ruego más que como una despedida. Su pelo largo, negro, despeinado; sus ojos de gata, ahumados; sus brazos, sus pequeños y finos brazos, sujetándote con la fuerza de un gladiador romano, alejándote de los carroñeros que vienen a por tus restos.
Querido contenedor vacÃo,
pronto no serás más que puñado de órganos en una nevera con hielo y, aun asÃ, puedo jurar que todavÃa hay vida escondida bajo tus párpados. A pesar de tu estado, finges controlar la situación, como si la muerte no se te escapara de las manos.
Tu nombre, como un aullido, hace eco en los pasillos y, finalmente, desapareces.
Tu ausencia
quema.